jueves, 17 de febrero de 2011

Analogías en el Caso utopía

Reconozco que algunas veces puedo parecer exagerado y hasta compulsivo cuando se trata de protegerme y  proteger a los que quiero. Como aquella vez que  me mostré desconfiado en llevar a mi pequeño hijo a ese parque, porque sabía sobre el hacinamiento en esta ciudad y el descuido que tienen las autoridades por el cuidado de la salubridad de esas pocas áreas verdes que posee esta urbe gris y escasa de planificación. Las miradas injuriosas y críticas asomaron entre ellos ante mi actitud, haciéndome meditar si no estaba cayendo verdaderamente en algún tipo de exceso neurótico. Algunos meses después de aquel incidente, mis temores no tuvieron mejor asidero cuando los diarios ese día denunciaban  que la mayoría de las áreas verdes de esta ciudad -sin excluir las privadas y exclusivas- estaban infestadas por una serie de terribles y   mortales parásitos  producto de esa sobrepoblación,  el escaso verdor y el nulo cuidado de las autoridades.
Es que cuando uno lee algo o esta más o menos informado, se da cuenta en qué país vive y sabe que en sociedades como la nuestra que forma parte de ese grupo de países en vías de desarrollo o del tercer mundo, abunda dentro del actuar de su población y sus autoridades, grandes rasgos de improvisación, relajo o desidia.
Estas características, muchas veces son el común denominador en todos aquellos desastres que ocurren en nuestro país y cuando uno los analizas para rebuscar sus causas nos damos cuenta que pudieron evitarse si las victimas hubieran tenido otro tipo pensamiento y otra forma de actuar.
No basta con ver las fechas de caducidad de aquellos alimentos que vamos a consumir porque el organismo estatal que debería de controlarlo funciona como tantos otros: policía o el Ministerio de Transporte con su “tolerancia cero”.
Una saludable y simple caminata por las calles de esta ciudad o de cualquiera en este país de novela puede resultar mortal, si no es a causa de esas macetas que algunos salvajes han tenido la idea de colgar temerariamente esperando ese pequeño movimiento telúrico para caerle sobre la cabeza de algún distraído peatón o morir electrocutado por algún cable dejado por unos despreocupados empleados de la compañía eléctrica, o si no, cuando pasan cerca de cualquiera de nosotros esos amenazantes “pitbulls”  tirados por unas piltrafas que encuentran en estos cánidos los “huevos” que en ellos les son escasos, protegen su endeble existencia con las mandíbulas de estos podencos que si les despierta  de pronto el gusto por morder, harían astillas la tibia de cualquier pacífico viandante. Estos chuchos en cualquier país civilizado estarían prohibidos porque ya han mandado a la tumba  a varios, pero aquí en este corralete de bárbaros las autoridades no hacen nada.
Siempre me he preguntado por qué la mayor parte de personas que conozco descuidan su seguridad. Despreocupados siguen con su rutina, seguramente debido a esa excesiva religiosidad que les genera un pensamiento supersticioso y confiado, haciendo entregar cándidamente su resguardo a algún ser superior o dejarlo todo a una simple persignación o  al azar, quien sabe.
Desde aquel que toma una peligrosa combi sin fijarse en su estado o en la imprudente forma de manejar del conductor, o cuando no usan ese puente peatonal, o cuando confían su salud a una clínica privada cuyos dueños por el afán de lucrar contratan aprendices a sueldo mínimo, convirtiéndose en el corto plazo en verdaderos matarifes, provocando desgraciadas negligencias médicas en un parto o en una simple apendicitis.
O cuando ingresan a un mercadillo tugurizado sin fijarse en las salidas de emergencia, en los cables pelados, o en esa muchedumbre que negligente manipula artefactos pirotécnicos provocando más tarde terribles tragedias como la de Mesa Redonda o el de la discoteca Utopía.
Es que cuando de conductas se trata el peruano se homogeniza, aquí el bolsillo no discrimina, ni el color de la piel. Tanto aquel populacho que desapareció desintegrado mezclando sus cenizas entre todas esas víctimas anónimas -que a nadie les interesa-, tuvieron en vida la misma despreocupación por su seguridad que los pudientes jóvenes que abarrotaron ese mortal sótano que hacía de exclusiva discoteca, con sus salidas de emergencias encadenadas trancaban la única escapatoria, como así,  también lo hacían,  esas improvisadas tiendas y los cajones de esos ambulantes en Mesa Redonda.
Ambas víctimas tanto el pobre de Mesa Redonda como el rico de Utopía, al ingresar a sus tugurizadas trampas mortales no se detuvieron a meditar por su seguridad. Ambos muy religiosos creyeron confiadamente que algo o alguien les estaba protegiendo, alguna licencia comprada o simplemente el inexistente ente supervisor.
En la televisión uno de los familiares de las víctimas de la discoteca “Utopía” indignado y soberbio a la vez gritaba que la tragedia de utopía fue una “tragedia nacional”. No le discutimos. Si fue una tragedia nacional. Y es que es una tragedia nacional la improvisación. La falta previsión. Esa que nos hizo ingresar a una guerra con Chile cuando no estábamos preparados. Esa que hace a nuestros gobernantes permitir la existencia del irracional centralismo a costa del abandono de mejores regiones para el desarrollo. Es esa misma indolencia que te hace traer piezas incas por las puras huevas, sin saber una vez devueltas qué hacer con ellas ni donde las guardarás, y todo esto, solo por razones políticas. Es la misma actitud que tienen los que ahora nos gobiernan que por sus egoísmos y maldades no quieren sacar a buena parte de nuestra población de este agujero de pobreza y subdesarrollo.
Ese señor tiene mucha razón al decir que es una tragedia nacional lo ocurrido en la discoteca utopía. Porque nos ha mostrado que el peruano así tenga la billetera forrada en dinero y vacacione en Miami o haya estudiado en el Markham o en un colegio público siempre tendrá ese conjunto de pensamientos y esas conductas que le harán permanentemente girar en ese círculo vicioso de subdesarrollo y mediocridad.

sábado, 5 de febrero de 2011

Mario Vargas Llosa, el marqués de la Avenida Parra



El sueño que seguramente tienen algunos, añorando a esa Lima, centro del colonialismo hispano en Sudamérica, junto a la figura de un noble virrey Amat dándole el infaltable toque aristocrático a esa villa malsana de mediados del siglo XVIII, cortejando a su "indigna" pero deseable “Perricholi”. 
Complementando este escenario dramático tenemos las infaltables tapadas cubriéndose el olfato del insoportable hedor que despide el hecho de que los peruanos fuimos los últimos en tomar las ideas republicanas e independentistas, aderezados con esa “Orden del Sol” de San Martin y su búsqueda infructuosa y desesperada de un rey en Europa para intentar darle una forma de gobierno al joven Estado que aún estaba naciendo. 
Todas esas ideas arcaicas parecen que todavía siguieran vigentes con la entrega del título nobiliario de marqués a Mario Vargas Llosa.
Ese traumático deseo de un minoritario grupo para dejar de ser descendientes de unos plebeyos, barbaros y pestilentes conquistadores tenía que algún día concretarse. Sus abuelos les inculcaron a sus padres y ellos a sus hijos,  y Mario Vargas Llosa, desde pequeño, lo aprendió sin necesidad del maltrato.
Dejar de ser ese hispano ordinario y buscar por todas las formas esa “sangre azul” tenía que ser su objetivo de vida.
Aún recuerdo la letra de esa cancioncita que hace algunos años escuchaba corear a unos niños en esa calle populosa en medio de los Andes del sur  peruano que decía: “Si la reina de España muriera y Carlos V quisiera reinar…..etc.”, me demostraban que el peruano había sido colonizado hasta el tuétano, incrustándosele una cultura hispana en la mente como cuando se marca al ganado con ese hierro al rojo vivo.
A pesar de poseer un rostro tan distinto al ibérico, desde sus adentros enfermizamente sigue añorando algún día formar parte de esa hispanidad y, en algunos casos, esa "nobleza" que ahora Mario Vargas Llosa parece haberlo conseguido.
Yo, me pregunto, ¿habrá meditado el escritor el significado que tendría aceptar ese vano, superficial e intrascendente "título nobiliario"?
Lo que está claro, es que el nobel, al consentir este regalo, a pesar que lo justifica llamándolo como un "gesto cariñoso" de parte del rey Juan Carlos I, nos está mostrado su verdadero careto mohoso y conservador, aquello que, paradógicamente, siempre criticó.
Esa huchafada de aspiración nobiliaria seguro le inspiró para nombrar en su libro “El pez en el agua” como "Boulevard Parra" a una simple callejuela donde había nacido, como queriéndole con el termino "boulevard" darle un toque aristocrático a esa vía de la ciudad de Arequipa porque sabia al momento de escribirla que se había convertido en un lugar lúgubre poblado por innumerables bares y prostíbulos.
¿Y por qué tenerle vergüenza al hecho de que ahora pululen putas donde antes habías nacido? 
Si todo se degrada, hasta las palabras y las promesas. 
Hoy Mario Vargas Llosa se ha vuelto un patético fundamentalista de lo frívolo y conservador, rotulando en venta a su pluma mercenaria como la furcia más docil.
En vano  reniega de la prostitución cuando su literatura lo ha impregnado de un tufo prostituto ofreciendola a los grandes poderes para quién pague más. 
Cómo nos degradamos algunos cuando despreciamos nuestra verdadera cultura y nos sometemos aquiescentes al dominio de otras insignificantes.
Mario Vargas Llosa a pesar de sus triunfos vemos que siguió sintiéndose el insignificante que abre la boca cuando te dan el dinero. 
Nunca superó el complejo del pueblerino marginal, el indio "choleado". Un claro representante de los cúrsiles plebeyos del mundo, infelices que añoraran la "nobleza" de los aristócratas que se solean en Saint - Tropez.
¿Qué dirá su epitafio? 
Seguro: “Aquí, descansa Mario Vargas Llosa, premio nobel de literatura y ridículamente nombrado: El marqués de la Avenida Parra”.


Ridley Scott en su Waterloo

  Las oscuras nubes de unas horas bajas no solo ensombrecen a Occidente en su enfrentamiento con Rusia para conservar la unipolaridad en el ...