sábado, 9 de diciembre de 2023

Ridley Scott en su Waterloo

 


Las oscuras nubes de unas horas bajas no solo ensombrecen a Occidente en su enfrentamiento con Rusia para conservar la unipolaridad en el planeta, sino que, ese repliegue también se va notando hasta en su cine. Antes (los británicos) eran más discretos a al no mostrarse soberbios quizás para no verse como unos cándidos triunfalistas, ahora es muy distinto, porque parece que se han dejado dominar por unos primitivos impulsos.   

Cuando nos enteramos que un grupo de anglosajones dirigidos por el británico Ridley Scott tenían la intención de realizar una película sobre nada menos que la vida de Napoleón Bonaparte, nos sembraron ciertas dudas, acerca de cómo sería el resultado final y si estos señores se mostrarían imparciales al momento de narrar la historia que llevarían a las salas de cine.    

Bueno, y como siempre ocurre, nuestras sospechas tuvieron asidero al ver que, a pesar de los siglos, según Ridley Scott, en los británicos aun continua viva una miserable inquina sobre la imagen del gran corso.  En esa época no les bastó capturarlo para luego exiliarlo y envenenarlo en el lugar más remoto del planeta, sino que, a pesar de haber transcurrido más de dos siglos, Napoleón les sigue despertando el odio más vil y miserable y no desaprovechan la oportunidad de mostrarlo hasta en el celuloide.  

La película Napoleón de 2023 lo convirtieron en un dilatado líbelo que con cada dentellada buscaba manchar el recuerdo del prestigioso militar, primero intentando achacarle toda la culpa sobre las muertes en aquellos años de guerra, cuando la historia imparcial esgrime que, fueron justamente los británicos los que instigaban y hostigaron a los países europeos para que entraran en guerra con la Francia napoleónica.  

Pero toda esta viruta no sería suficiente en la tarea de mistificar sutilmente la biografía de Napoleón porque aún nos guardaba más la mente enfermiza de Scott que solo iba a quedar satisfecha si mostraba en las pantallas a un Napoleón casi impotente, como “castrado”, porque no hay mejor forma de minimizar a un hombre que aludir una exigua virilidad con las féminas, mostrándolo como un posible incapaz, apurado e infantil eyaculador precoz.

El malsano deseo de Scott de querer anegar con la derrota la imagen de Napoleón lo llevó desde despedazar el cuerpo de su noble corcel hasta hacer dudar sobre su desempeño en el ring de las cuatro perillas. Pero su mente le jugó una mala pasada porque al querer desprestigiarlo de forma exagerada fue corroyendo la trama dejándola disidente de la historia real, un frustrado intento de mostrar al vencedor de Austerlitz como un idiota cegado por una furcia, opacando sus verdaderas cualidades de estratega y estadista, degradándolo a ser un común y corriente sin ninguna virtud rescatable salvo de ser un patético soldadito de plomo estólido y “enamorado”.   

Para estos instantes el psicodélico, alienígeno y descontrolado nacionalismo de Scott hizo a un lado a Napoleón e impuso clandestinamente como protagonista a su paisano Wellington. Mejor, para ser más honesto con el público a esta desmedrada cinta le hubiera colocado el nombre de “Wellington” (el alter ego de Scott).

Y como todas las malas obras, esta finalizó apresurada, asomando un Joaquín Phoenix que no se podía apartar de la figura de un Joker disfrazado de Napoleón.

Scott, timorato, al querer mostrar a Napoleón como un repulsivo entomófago nos recordó que sus captores británicos lo envenenaron en su prisión en la isla de Santa Elena.   

Una completa decepción. Una película prohibida para las escuelas, desechable, una ficción ridícula, por su exagerada francofobia y anacrónico chauvinismo anglosajón, un intento fallido de ridiculizar a uno de los personajes más importantes que ha dado la historia universal.

El desmedido nacionalismo de Ridley Scott terminó reduciendo a su promocionado rodaje en uno de esos rudimentarios noticiarios cinematográficos que se propalaban en los cines de las ciudades aliadas durante la época de la Segunda Guerra Mundial. 

Scott se creó su propio Waterloo y se hundió en el al querer tomar el pelo a la tele platea.

Y para coronar esa accidentada noche de estreno donde Ridley Scott se había pasado denostando hasta el cansancio a Napoleón, como para no olvidarnos de que son tiempos difíciles, justo en los minutos finales, los fuertes gritos de una mujer interrumpieron la sala que estaba atenta a las últimas escenas de la película. No sabíamos que hacer, o pedirle que se callara o ser más empáticos con el dolor ajeno y darle alguna ayuda, pero, lo cierto es que, así como apareció en medio de la oscuridad, así también se esfumó.

Ahora creo que esos gritos desesperados de esa mujer que, además de haber sido lo más dramático de esa filmación, también representaron el reclamo sobre lo que intentaron hacer con el recuerdo de Napoleón Bonaparte.  

Cuando encendieron las luces fue un gran alivio porque sabíamos que este esperpento había terminado, así como el suplicio que son los asientos de Cinemark.

Al bajar las graderías, para que el menor de mis hijos no se llevara un mal concepto de Napoleón Bonaparte (ya que era notorio que esa fue la intención de sus creadores), argüí que lo visto era solo la sesgada visión de unos realizadores británicos y anglosajones que siguen manteniendo un odio visceral sobre el mayor estadista que ha dado la historia moderna y que, a pesar del tiempo, les sigue incordiando que este gran personaje no sea británico, si no, francés. Al final creemos que si esto sigue despertando Napoleón Bonaparte a sus más grandes enemigos, significa también que al final, siempre salió triunfante.

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