Y no es porque se yerga de puntillas sobre esas ridículas valerinas ni tampoco se
debe a su dudosa y ajustada
pantaloneta escarchada, pero, es que, levantando así el culito y sus banderillas, estos paquirris, se parecen más a un ridículo bailarín, pero, en realidad son los verdugos en una repugnante zarzuela de sangre y muerte, en donde, el animal que enfrentarán se
encuentra disminuido porque mientras el torero se retocaba, minutos
antes, en un oscuro corral, al toro que iba hacer de su ocasional
víctima, unos sucios hijos
de puta con aliento a mierda lo estaban dopando y de la manera más cobarde y
enfermiza con unas largas
picas le iban perforando el lomo para asegurarle al "valiente" matador
un vacuno desorientado
y endeble.
Y no se debe tampoco a esto, sino, que hoy mi protesta va dirigida a lo que hay detrás de este personaje, su atuendo y el sadismo en el que
se desenvuelven estas
conocidas corridas de toros.
En el fondo encontramos las mismas taras de siempre, aquellas que nos
seguirán manteniendo en el subdesarrollo: la cobardía y la crueldad furtiva acompañada de toda esa insensatez que a través de la historia siempre han ido de la mano con nuestras más grandes derrotas y ese vil conformismo, que desde el siglo XVIII, arrastra
toda esta decadencia difícil en desaparecer,
y que a pesar de todo esto, los
más oscuros y mestizos de
Hispanoamérica seguimos manteniendo enfermizamente como el peor de nuestros traumas.
¿Gladiadores modernos? No son más que cobardes enfrentando a un animal minimizado, una costumbre muy hispana, porque hasta ahora su rey tiene el hábito de mandar al suelo paquidermos previamente
drogados.
Una tradición ajena a los peruanos,
importada e impuesta a latigazos y sobrediente entre los más repulsivos traidores.
Un conjunto de pusilanimidades que
seguimos arrastrando.
Y no se trata de que uno sea un
nacionalista al culo, sino, es
simplemente poner sobre la balanza lo que tenemos y con ello cómo podemos construir una verdadera nación, con la
que te puedes identificar.
Tenemos muchos valores ancestrales para
formarnos una sana y real identidad nacional, pero hay que decirlo, salvo el
idioma, no encuentro otro aporte netamente hispano significativo para un pueblo tan
milenario como el peruano.
Por más que lo quiera cambiar las
evidencias encontradas me dan toda la razón: Machu Picchu superó al Escorial
como maravilla moderna y no existe ningún personaje en la historia hispana que siquiera le llegue a la
ushuta del Inca Pachacutec.
El aporte hispano es sinónimo de
debilidad con tendencia a la cobardía al desorden y a la falta de honor, que no es producto de una
leyenda negra sino de simplemente observar conductas y actitudes. En cambio el aporte andino es
todo lo contrario, es orden y disciplina, es
grandeza, es perfección, es superlativo.
Quizás por eso los equipos de fútbol cusqueños tienen otro tipo de energía
cuando pisan el gramado, muy distinto a la disminuida
emotividad de los cuadros limeños.
Acabemos de una vez con esta torpeza de
seguir sobreponiendo ínfimas costumbres hispanas como la corrida de toro, que
además son foráneas y degradadas, sobre
el magnífico lienzo dejado por nuestro
variado e importante pasado
milenario.
Por estas razones es necesario expurgar
las corridas de toros y todas aquellas manifestaciones hispanas que siguen sobreviviendo como
la mala yerba desde la época colonial, estas se deben terminar por la salud y
la autoestima de la mayoría de nuestra población. Y los que opinan lo contrario
es porque siguen dominados
por los esos prejuicios y estereotipos, lastre
difícil de quitar porque lo tienen muy marcado en el alma y la piel.
Hoy desde su necrosis los que mantienen
esta costumbre extranjera, cruel y oscurantista es un sector minoritario
de nuestra sociedad empecinados
en vivir enrejados sin la menor intención de querer formar una nación peruana moderna y sobre todo
madura.
Y que me disculpen los maricones, pero, esto debe acabar o seguiremos
conviviendo con esta mierda
que nos apesta siglos.
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