¿Hacia dónde voy ahora? Si están empujando
sus carritos por todos lados, devotos, desordenados, y ahora sacando
pecho, porque se estrenan como actores principales en este conocido papel
de consumistas.
No crean que me he vuelto un sociópata,
pero, ustedes, me entenderían, si vieran con que maceran el
subconsciente algunos de mis compatriotas, llevándolos, por
ejemplo, a hacer largas colas para ver ese bodrio de ¡A su mare!
Así que mejor de lejos y guardando siempre la distancia.
Hasta que encontré el lugar perfecto.
Aquí podré tomarme un respiro. Siquiera por algunos minutos disfrutare
de esta efímera libertad.
Soy honesto, la boca se me está haciendo
agua y casi delirando creo percibir la astringencia que deben provocar esos
anaqueles repletos de riojanos, franceses, chilenos y mendocinos. No lo soporto
más. Voy a romper ese cristal y saldré huyendo del lugar con algunas botellas.
Miro a ambos lados del pasadizo, creo que es el momento, pero, carajo, hay una puta
cámara atenta a todos mis movimientos. Creo que será para otra ocasión.
Un poco decepcionado pero más tranquilo sigo
hurgando en esa sección de vinos del supermercado, y después de observar,
como dando brincos para hacerse notar, el parpadeante
brillo de unas botellas de hombros altos me van seduciendo
lentamente. Sus etiquetas eran sencillas, pero, con grandes
pretensiones. ¡Qué sorpresa! Si son de la recordada “Hacienda del
Abuelo”. ¿Cómo ha pasado el tiempo? Ya era hora.
Cogí una de ellas y con sumo cuidado la
arrullé entre mis manos. No era para menos, sí fueron las mejores
cómplices aquella noche, o como diría mi tío Frankie: ¡Oh,
What A Night! ¡Qué nochecita!
Fue el trabajo el que nos juntó.
Teníamos una semana de conocernos y como media hora en ese viejo Volkswagen
celeste que con las justas nos transportaba. Dando tumbo tras tumpo
a través de ese camino tortuoso se iba introduciendo entre esos
enormes cultivos, o mejor dicho, más parecía que fuéramos engullidos por toda esa maleza. Cercano
se escuchaba el ruido torrentoso del rio vítor.
No podía tener mejor compañía –si yo
mismo la escogí-, preciosa y lozana, no debería de pasar de los
veintidós años, y por lo que había olfateado, con un poco de empeño
el resto del día sería para mi libro.
La región Arequipa es tierra de buenos
vinos y de esto no cabe la menor duda. Desde la llegada del
primer español allá por el siglo XVI se comenzó a cultivar la vid en
estos territorios (Inclusive antes que en Chile y Argentina) por estas razones,
hoy no existe poblado en esos valles cálidos y templados que no se dediquen a
la noble actividad de producir vinos.
Uno de estos prolíficos valles vitivinícolas es Vítor, localidad situada
a algo más de una hora de la ciudad de Arequipa.
Después de unas cuantas sacudidas
más por esa interminable trocha llegamos a nuestro destino. Es que
no me hubiera perdonado, estar en Vítor sin antes visitar alguna de
sus conocidas bodegas.
Bajamos de nuestro funcional transporte,
y observamos el lugar algo desolado. Por
un momento dudé un poco ¿Dónde había venido? Pensé. Porque parecía la escena
de aquellas conocidas películas de terror en donde los estúpidos forasteros
terminaban siendo mutilados por los aborígenes.
-Tonterías- dije, y seguimos con nuestra aventura. Había al frente
una vieja casona que seguramente vendría a ser la bodega del que tanto nos
había estado hablando el conductor que nos trajo.
– ¡Buenas! Grité hasta tres
veces. No se oía respuesta. Después de un par de minutos más, se asomó
una mujer gorda desde un balcón y comenzó a aullar escandalosamente. No
sé qué coño de nombre dijo. Habrá sido: “Cayetano” “Juan” o
“Miguel”, lo cierto es que al instante apareció el susodicho.
-¡Queremos comprar vino! -le
dije-. Y amablemente el tipo, nos invitó a acompañarlo.
Nos dirigimos hacia esa imponente
casona. Tenía el arraigo de esos viejos templos que guardan celosos dentro de
sus muros valiosas joyas. Y es que era cierto.
Al abrir los enormes portones el crujir
de las bisagras ponían el suspenso necesario para después poder
revelarnos las numerosas historias que seguramente se habrían vivido dentro de
sus claustros en todos estos años.
Ingresamos al lugar, estaba algo oscuro,
pero fresco. El piso era de tierra y al fondo en el interior se lograba ver
unos enormes depósitos de cerámica con una inscripción del siglo
XVIII.
Nuestro anfitrión nos seguía
describiendo el lugar, hasta que le comenté -con buena intención, claro-
sobre aquella oportunidad en que unos chilenos -en realidad un par
de preciosas chilenas, pero con navaja en la mesa- habían afirmado que el vino
peruano en la tierra del Mapocho solo lo utilizaban para enjuagar sus
copas.
Nuestro guía ante semejante historia, replicó:
“Eso será con el vino peruano, porque el vino arequipeño es distinto y
particularmente el de Vitor”, y para que no quedara ninguna duda en estos
dos visitantes, desempolvó unos merlot y
malbec celosamente guardados. Brincando de depósito en depósito y
desviviéndose en atenciones para con nosotros, copa tras copa nos
hizo degustar compartiendo como buen samaritano ese mosto
divino, intentando de esta forma borrar de nuestra mente la afrenta hecha
por esos chilenos. Cosa que al final se logró.
¡Pruebe este! ¡Y este!
Era lógico, después de tan agradable cortesía,
se enterraron para siempre esos
malintencionados comentarios de ese par de chilenas.
No lo niego, esos tintos estaban deliciosos,
que hasta ahora me acuerdo.
Nos proveímos de
unos generosos hectolitros y algo sazonados nos dirigimos al único
hospedaje del pueblo. Vaya noche: el mejor vino de Arequipa y la
diosa de Vítor. Era el maridaje perfecto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario