El año de 1996
comenzó muy mal. Esa fresca noche de
febrero la tranquilidad de Arequipa fue violentamente
interrumpida cuando el Boeing 737 de Faucett se precipitó en una zona próxima conocida por el nombre –paradójicamente-
de “Ciudad de Dios”. Era el preludio de lo que veríamos unos meses más adelante.
Finalizando
ese mismo año en vísperas de la navidad en una emboscada sorpresa un grupo
extremista tomó la residencia del embajador del Japón en Lima, dejando al país
entero en vilo durante 125 días. Fueron momentos dramáticos y esperamos que nunca se vuelvan a repetir.
Durante los cuatro meses que duró la crisis de los
rehenes, el Perú fue portada de los más
importantes medios del mundo. Con este penoso incidente muchos en el planeta escucharon
por primera vez la palabra Perú y lograron ubicarlo en el mapamundi. Los teletipos enviaban diariamente a los
cuatro puntos cardinales del planeta los
últimos acontecimientos desde los alrededores de aquella residencia. La sombría Lima de finales de los noventa y el distrito de San Isidro fueron “tomados” por cientos de reporteros de todo el mundo. Cada instante enviaban sus crónicas, era raro en aquellas épocas, la
tragedia vista “on line” “en vivo y en directo”, como los “realities” de ahora,
Con el correr
de las semanas parecía que las
negociaciones iban a llegar a buen puerto y todo finalizaría con una solución
pacífica. Nadie presagiaba que ese 22 de abril de 1997 una incursión de comandos
retomaría la residencia del embajador
japonés.
Durante esas trágicas
jornadas los medios de comunicación apostados en los alrededores hicieron paneos
y tomaron fotografías de diferentes ángulos
de aquella residencia, no se libró ni un solo centímetro. En ellas se podían observar
las penurias que pasaban los 72 rehenes, hacinados, sofocados por ese infierno tropical del verano limeño.
De todas esas
imágenes que circularon por las pantallas de televisión y acompañaron los titulares de los diarios, hubo una que captó nuestra atención. Desde una ventana de aquella residencia, entre las
cortinas, se podía observar a una joven, parecía adolescente. Lo que me sorprendió es
que estaba llorando aterrorizada como si quisiera pedir ayuda. Solo fueron unos
cortos minutos y la imagen finalizó sin ningún
comentario.
Luego del
rescate que culminó, como todos sabemos,
con la acción triunfante de los comandos peruanos, como era lógico, la alegría en
el rostro de los liberados era indescriptible. Noté también que no había ninguna mujer dentro de los rehenes rescatados,
tampoco la vi al lado de Fujimori y ni siquiera figuraba algún nombre de mujer dentro de la lista de liberados
que dio la prensa.
¿Quién era entonces
esa mujer que se había asomado por esa ventana aquel día?
Todos estos
años me hice esa pregunta. Alguna vez, durante esa época de violencia interna que sufrió el país, leí que los
terroristas tenían el secuestro como una de sus formas de captar militantes. Incursionaban
dentro de los poblados rurales de la selva central y con
fusiles en mano obligaban a jóvenes indígenas
a integrar su demencial y extremista agrupación
terrorista, si no aceptaban simplemente los mataban.
Entonces me
pregunté: ¿No sería aquella joven una de esas indígenas secuestradas? Creo que para
esta interrogante nunca obtendremos respuesta, así qué, lo que ese día vimos por esa pantalla de televisión en
la ventana de la residencia del embajador del Japón fue solo eso, un espectro al
que no debemos darle ningún tipo de importancia.