Poco antes de ser proscrito de la
universidad, un compañero huyó del Perú con destino a Miami. ¡Qué suerte del
hijo de puta! Dije. No lo niego, le tuve una sana envidia, porque ingresar a
ese país, por cualquier medio que este sea, para después confundirse entre su
libertad y democracia, era el sueño de cualquier cándido sobreviviente en ese
régimen fujimorista.
Unos años
después, Melcochita, celebraba exageradamente el insólito triunfo electoral de
Barack Obama en una sociedad estadounidense caracterizada por inspirar en el
siglo XIX la Cabaña del Tío Tom y establecer durante gran parte del siglo XX
esa conocida segregación racial. Melcochita, desbordaba de contento arrojándole
flores a Obama, como si este fuera el nuevo Lincoln, o un Kennedy resucitado o un segundo Ramón Castilla. Otros
personajes de la comunidad afroperuana también se aunaron a la celebración,
porque estaban seguros que ahora sus vidas tomarían otro rumbo con el
advenimiento de esta especie de presidente de todos los negros del mundo.
Barack Obama,
considerado en un comienzo, por mucha gente de color en los EE.UU., como el
mesías que los salvaría de todas sus penurias. Tremenda paradoja, porque en
estos años de crisis, han sido los integrantes de la comunidad negra los que
más están sufriendo el desempleo y la recesión. El hambre y el crack se han
extendido entre ellos como reguero de pólvora y cuando estalla un reclamo, este,
va acompañado de la inmediata intervención policial que finaliza, casi siempre,
con una persona de color esposada y con
la nuca sirviendo de colchoneta a un gendarme blanco y obeso. La muerte de uno
de ellos en Ferguson, eclosionó en protestas y saqueos en ese suburbio de St. Louis,
obligando la intervención de la Guardia Nacional y toda el área se cubrió de
una censura casi norcoreana. Nunca sufrieron los negros tanto en la historia
reciente de ese país que con la gestión de Barack Obama.
Y como para colocar la cereza a la torta,
la primera semana de octubre el Fondo Monetario Internacional anunció que China
había desplazado a los EEUU como primera economía del mundo, mientras tanto la
superstición, la creencias en hadas y la religiosidad se ha incrementado en el
pueblo como en las sociedades más atrasadas y tercermundistas, reduciendo en un
futuro cercano la cultura y sensatez a solo una minoría y acrecentando con el
tiempo entre las grandes mayorías la
inequidad y la desigualdad.
Rapados, obesos
y con repugnantes tatuajes exteriorizan sus almas martirizadas y violentas, y
las falsas sonrisas de sus estrellas de Hollywood no pueden ocultar su
hundimiento en la soledad, el vicio y el consumismo.
No sé cuántos
años han pasado desde que ese compañero de la universidad se fue a la tierra
del Tío Sam, pero de lo que si estoy seguro es que mi deseo de estar en ese
país ha desaparecido por completo, es más, en este momento, lo consideraría
casi como una pesadilla.
No sé en que lo han convertido a los
Estados Unidos. Aquellos valores de sus padres fundadores como Thomas Jefferson
y otros sabios, pareciera que han cedido
a la decadencia de ver que sus
doscientos años de democracia se han diluido en un extraño tufo totalitario y
castrense.
Ese domingo, una
pareja de gringos, algo desorientados, captaron mi atención. La mujer se me
acercó y con sus labios resecos y masticando algo de castellano me preguntó:
-¿A qué distancia se encontraba el
centro de la ciudad? - A unos cuatro kilómetros, les dije.
Inclusive les indiqué el paradero para
que pudieran tomar un autobús.
Pero ellos, como robots que siguen un
libreto preestablecido, continuaron su camino bajo esa intensa radiación del
medio día que casi volvía el asfalto como mantequilla. Y mientras esos dos personajes
envejecidos se iban alejando, no podía
dejar de pensar en la historia que nos anuncia que su ciclo ha terminado para
dar paso a un nuevo orden más democrático y multipolar.
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