martes, 12 de febrero de 2019

Roma



Ahora que el histórico triunfo de Andrés Manuel López Obrador lo hace ver mucho mejor a México,  su cine, como era lógico, tenía que impregnarse de algún rasgo  de conciencia social  desempolvando aunque sea tímidamente el racismo, la misoginia,  los grupos paramilitares conservadores y las gigantescas diferencias económicas y sociales que sufre la sociedad mejicana.  
Para comenzar, el  cartel que eligieron para esta película  te  recuerda a  Luperca amamantando a los gemelos Rómulo y Remo, pero cuando te vas acercando, te das cuenta que eran solo unos niños jugando en la playa y, que de italiano esa película mejicana solo iba a tener el nombre.  Podría haber parecido otra obra más de Cantinflas haciendo de los tres mosqueteros, representando a un  México (como podría ser también Guatemala o Perú) sin identidad, queriendo ser inútilmente ese occidente que profesa tanto, una novela trillada de un país “indio” que sueña con un rostro caucásico. No llegó a tanto.
Será que vivo en el Perú y estoy harto de su cine mediocre usurpado por una minoría alba y analfabeta, que sigue manteniendo  a la empleada como una ilusa india iletrada que a duras penas se comunica con un indescifrable idioma en un ambiente sórdido, mientras los “blanquiñosos” son los buenos y caritativos, los civilizados, pero tan torpes que viven alejados de la idea de nación, unos extranjeros en su propio país desconociendo la cultura de su tierra, reduciéndose a ser verdugos de su auténtica cultura precolombina. Algo parecido se encuentra en esta film, prolijo en silencios. Mutismo que sufre también algunas realizaciones peruanas, quizás se debe a una cuestión cultural, porque gran parte de los peruanos como los mexicanos, desde su memoria intrauterina no olvidan que durante miles de años se comunicaron con otro idioma y por eso  les cuesta ahora leer y hablar ese castellano impuesto a golpe de látigos y garrote.  
Esperé un guion agresivo, uno que despierte revancha o por lo menos la indignación nacional por los atentados de lesa humanidad que ocurrieron en ese País como las matanzas de Tlatelolco, pero solo dejó remanentes para tratar el tema desde la cómoda visión de  Alfonso Cuarón,  un mejicano clase mediero que sufre todos los días su propio  “American Dream”. Lo más repulsivo de la reciente historia mexicana se tocó de forma apresurada casi al final de la película. Lo que quizás hubiera despertado la indignación en el espectador hasta exigir que se reabran  los casos de atentados a los derechos humanos en México hábilmente quedó en segundo plano  para resaltar  el abuso en contra de la mujer,  que no diferencia clases sociales, porque lo pueden sufrir tanto la profesional blanca como la indígena analfabeta y pobre.
La película, en sí misma,  es larga, tediosa y casi muda, sobrevalorada, un grito tímido de protesta  tratando de rescatar aquellos conocidos sectores maltratados en un país o de cualquier otro país al sur del Río Grande,  que es la raíz del problema, según Trump, y que, para alejarlos les está construyendo un enorme muro.
Lo sobresaliente del film fue la destacada participación de Yalitza Aparicio. El momento del parto frustrado con sus escalofriantes gemidos traspasó la pantalla, y quién mejor para expresar fielmente  el dolor humano que el rostro de un indio latinoamericano.
Un final predecible en donde el blanco es el bueno y protege al sufrido indio, desperdiciando la oportunidad  de atreverse a reclamar  que estos prejuicios y falta de sentido de pertenencia con su cultura precolombina es la principal causa de que estos países estén condenados  a la degradación y la subordinación.

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