Ahora
que el histórico triunfo de Andrés Manuel López Obrador lo hace ver mucho mejor
a México, su cine, como era lógico, tenía
que impregnarse de algún rasgo de
conciencia social desempolvando aunque
sea tímidamente el racismo, la misoginia, los grupos paramilitares conservadores y las
gigantescas diferencias económicas y sociales que sufre la sociedad mejicana.
Para comenzar, el
cartel que eligieron para esta película te recuerda
a Luperca amamantando a los gemelos Rómulo
y Remo, pero cuando te vas acercando, te das cuenta que eran solo unos niños
jugando en la playa y, que de italiano esa película mejicana solo iba a tener el
nombre. Podría haber parecido otra obra más
de Cantinflas haciendo de los tres mosqueteros, representando a un México (como podría ser también Guatemala o
Perú) sin identidad, queriendo ser inútilmente ese occidente que profesa tanto, una novela trillada de un país “indio” que sueña con un rostro caucásico. No llegó a tanto.
Será
que vivo en el Perú y estoy harto de su cine mediocre usurpado por una minoría
alba y analfabeta, que sigue manteniendo
a la empleada como una ilusa india iletrada que a duras penas se
comunica con un indescifrable idioma en un ambiente sórdido, mientras los “blanquiñosos”
son los buenos y caritativos, los civilizados, pero tan torpes que viven alejados
de la idea de nación, unos extranjeros en su propio país desconociendo la cultura
de su tierra, reduciéndose a ser verdugos de su auténtica cultura precolombina.
Algo parecido se encuentra en esta film, prolijo en silencios. Mutismo que sufre
también algunas realizaciones peruanas, quizás se debe a una cuestión cultural,
porque gran parte de los peruanos como los mexicanos, desde su memoria
intrauterina no olvidan que durante miles de años se comunicaron con otro
idioma y por eso les cuesta ahora leer y
hablar ese castellano impuesto a golpe de látigos y garrote.
Esperé
un guion agresivo, uno que despierte revancha o por lo menos la indignación
nacional por los atentados de lesa humanidad que ocurrieron en ese País como las
matanzas de Tlatelolco, pero solo dejó remanentes para tratar el tema desde la
cómoda visión de Alfonso Cuarón, un mejicano clase mediero que sufre todos los
días su propio “American Dream”. Lo más repulsivo
de la reciente historia mexicana se tocó de forma apresurada casi al final de
la película. Lo que quizás hubiera despertado la indignación en el espectador hasta
exigir que se reabran los casos de atentados
a los derechos humanos en México hábilmente quedó en segundo plano para resaltar
el abuso en contra de la mujer, que
no diferencia clases sociales, porque lo pueden sufrir tanto la profesional
blanca como la indígena analfabeta y pobre.
La
película, en sí misma, es larga, tediosa
y casi muda, sobrevalorada, un grito tímido de protesta tratando de rescatar aquellos conocidos sectores
maltratados en un país o de cualquier otro país al sur del Río Grande, que es la raíz del problema, según Trump, y que,
para alejarlos les está construyendo un enorme muro.
Lo
sobresaliente del film fue la destacada participación de Yalitza Aparicio. El
momento del parto frustrado con sus escalofriantes gemidos traspasó la pantalla,
y quién mejor para expresar fielmente el
dolor humano que el rostro de un indio latinoamericano.
Un
final predecible en donde el blanco es el bueno y protege al sufrido indio,
desperdiciando la oportunidad de atreverse
a reclamar que estos prejuicios y falta
de sentido de pertenencia con su cultura precolombina es la principal causa de
que estos países estén condenados a la degradación
y la subordinación.
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