En estos tiempos, en donde los
gobernantes no se pueden quitar de encima esa ingrata reputación de
burócratas peleles y títeres estólidos, sometidos al capricho y designio de ocultos intereses de distintos poderes, se hace difícil creer que dentro
de la historia de la humanidad hayan surgido hombres que por
sus propias capacidades y virtudes lograron cambiar los
destinos de toda su nación.
Parecía que este mundo moderno con
su cruda realidad frívola y decadente había acabado con esas épicas historias donde los líderes dejaban a un lado sus apetitos
personales y tomaban la arriesgada tarea de hacer de sus pueblos uno completamente distinto, uno más fuerte, soberano y
digno.
Cuesta esfuerzo creer que en el pasado hayan podido existir paladines
como por ejemplo Pachacutec, que en el siglo XV transformaría para mejor al
pueblo quechua y a todo el territorio andino conocido, como también lo hicieron en su
momento Gengis kan, Alejandro Magno o el mismo Napoleón, cuando rescataron
a sus poblaciones de la anemia y la subordinación, para
transformarlos en grandes y poderosas potencias. Porque en la historia de
los distintos países del mundo, no hay peor injusticia que ver
a importantes pueblos, sumergidos en el estancamiento, mereciendo por su valía otro destino.
Las palabras vertidas por aquella
francesa esa soleada mañana en plena plaza de armas de Arequipa en 1998, afirmando que la situación de Rusia de finales de esa década de los
noventa se asemejaba más a la realidad de un país del tercer mundo, nos parecía exageradas e injustas con esa nación.
Ya han pasado cerca de dieciséis años desde que aquella parisina, con conocimiento de causa, resumía la caótica situación por la que atravesaba en ese momento la
Federación Rusa. Me pregunto si hoy seguirá pensando lo
mismo. Eso, lo dudo mucho, porque desde que asumió el poder Vladimir
Putin, los avances rusos son evidentes.
No solo a mejorado el bienestar de la mayoría de su población, si no que también, el ex KGB, una vez que puso orden en
la casa, se enfocó en la política exterior, en ese campo, gracias a la eficiente reinversión de aquellos importantes recursos producidos por el “boom” petrolero de principios de la década del 2000 hicieron posible la modernización de su enorme aparato industrial - militar posicionando de nuevo a Rusia como superpotencia mundial, así que, ya no volveremos a ver campañas como Kosovo, Serbia, Libia, en donde la OTAN se manejó al libre albedrío. El punto de inflexión fue la campaña de Georgia de 2008, y Siria fue la consolidación del nuevo poder ruso.
Como se pudo observar, en el 2008 fue el Cáucaso y luego será Ucrania, ya que como México para
Estados Unidos, es un territorio clave para su seguridad.
La
firma de tratados de asociación con Bielorrusia y Kazajstán solo es el
preámbulo de que en los próximos años seguramente nacerá una nueva
federación de estados, siguiendo el mismo proceso de formación que tuvo
la ex URSS después del periodo de caos que sobrevino a la revolución de octubre
de comienzos del siglo XX.
Después de ese complejo proceso de
desintegración que sufrieron los territorios ex soviéticos, daba la
impresión que la anarquía provocada por decadentes gobernantes como Boris
Yeltsin, sería el triste final para la heredera de la ex superpotencia, un destino infame muy parecido a otros pueblos condenados como los latinoamericanos balcanizados con lideres abyectos y peleles de cualquier poder externo e interno y sin un gramo de sentido de pertenencia con su pueblo. Pero esto no a ocurrido con la madre Rusia, porque sus destinos tomaron el rumbo de la redención desde la aparición de Vladimir Putin.
La historia de la humanidad se sigue
escribiendo, gracias a la obra y trascendencia de estos grandes estadistas, Alejandro Magno, Genghis Khan, Julio Cesar, Napoleón y ahora Vladimir Putin que buscaron y buscan la grandeza de sus pueblos rescatando los valores culturales de su pasado. Durante todos estos miles de años fue así y a comienzos
de este nuevo siglo, no tenía por qué ser distinto, porque hoy nuestra generación de seres humanos tenemos el privilegio de ser contemporáneos y poder presenciar -quizás- al último representante de esta
gran estirpe.
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