Johnny, agitado y sudoroso se levantó precipitado
de la cama, sentía que el aire le era escaso. Respiraba con dificultad y tenía
la boca seca. Estaba sofocado casi
al punto del ahogo.
- ¡Maldito calor! ¡Maldito calor! repetía y
seguía sin poder dormir esa noche. Los ojos, los cerraba con fuerza como si al abrirlos
de nuevo intentara en vano ver que todo lo ocurrido había sido una maldita pesadilla.
-¿Cómo pudo suceder? ¿Qué mala suerte? -Maldecía
Johnny- ¿Qué va ser de mi carrera ahora?
Caminó lentamente hacia la ventana y mirando el
Parque Central, la fuerte luz de los faroles, le regresaron a aquella mañana.
Todo empezó con el teléfono timbrando repetidas veces. Era Sandra, aquella joven charapita con la que venía
saliendo a escondidas hace seis meses. Tenía un cuerpo que nadie le creería que
era menor de edad, es que era deportista, la gran promesa del vóley nacional.
Notó en la pantalla que había varias llamadas
perdidas y el teléfono sonó nuevamente.
- ¿Qué quiere ahora? murmuró mientras levantaba
el fono.
Habló con ella y se quedó frío, colgando de
inmediato el teléfono.
Se alistó rápidamente y tomó unas pastillas
del cajón del velador. Bajó a la cochera y sacó su auto, no avanzaría mucho porque seis cuadras más adelante, en esa esquina del
parque, se encontrarían.
Descendió la luna polarizada y con un gesto,
la conminó para que subiera.
La llevó al mismo hostal de siempre.
Ingresaron a la habitación, pidiendo dos cervezas al muchacho que atendía.
- No te
preocupes, eso pasa, debiste cuidarte, pero no hay problema –le dijo Johnny.
Y sacó del
bolsillo del pantalón la tableta de pastillas (decía cytotec con pequeñas letritas).
- Apenas llegues
a tu casa tomate seis, de dos en dos cada 6 minutos, te duermes un rato, y te
va “bajar”, y todo solucionado, -le aseguró
Johnny-.
- No te
preocupes hijita, no te va a pasar nada, salimos de esta y nos vamos a casar como te prometí.
Sandra estaba de miedo, sentía un mal
presentimiento, dudó. Es que era la primera vez que se embarazaba, pero le
creyó, lo quería a pesar del poco tiempo que se conocían, la escondía pero se
sentía bien con el veinteañero futbolista afroperuano.
- Toma las pastillas apenas llegues a tu casa
y mañana nos encontramos en la fiesta que estoy organizando en el departamento
que alquilo y ya conoces, -le recordó Johnny-.
- Vamos, te llevo a tu casa, y la dejó en el
mismo parque de donde la había recogido, y se despidieron.
-Todo solucionado, carajo, -vociferó Johnny-.
Encendió el equipo sonido y se puso el volumen alto. Sonaba esa salsita que bailaba
siempre en su barrio de Villa El Salvador cuando en ese arenal con sus amigos jugaba
los domingos sus pichanguitas.
Ya eran otros tiempos, ahora vivía en
Miraflores y manejaba otro carro y podía
darse esos lujos que soñó desde niño cuando veía por la televisión a esos grandes
cracks.
Y llegó la noche esperada. Era justo y
necesario celebrarlo. El nuevo contrato en el Montreal, la llamada a la
selección, qué más se podía pedir a esta
vida.
Johnny estaba rodeado de toda su “mancha” y
la fiesta estaba en su clímax. Los tragos fluían como ríos, la salsa rompía los
vidrios de las ventanas y las chicas bailaban con su ropa cortita levantado
alegres las manos.
Hasta que sonó su celular, no se podía
escuchar lo que decía. Se sorprendió, era Sandra.
- ¡¿Cómo estás?! ¡¿Estás bien?! -le gritaba Johnny
por la bulla-.
- ¡Vente! ¡Te extraño! ¡Me avisas apenas
llegues!
Pasó pocos minutos y apareció Sandra, estaba
bellísima, su cabello negro lacio brillaba,
estaba con esa hermosa sonrisa como siempre.
- ¿Sandra, todo bien? -le preguntó Johnny-.
- Sí, le respondió.
Los tragos siguieron viniendo uno tras otro,
y Johnny, agarró del brazo a Sandra, llevándosela al dormitorio.
La guapa jovencita y el futbolista se fueron
perdiendo detrás de esa puerta que se fue cerrando lentamente.
La música seguía estridente y la gente eufórica.
La mayoría eran jóvenes. La salsa y el reggaetón
reventaban los tímpanos, hasta que intempestivamente la puerta del dormitorio
se abrió. Era Johnny, estaba como loco, asustado gritando:
- ¡Sandra
está muerta! ¡Sandra se ha muerto, carajo! y seguía gritando con sus manos ensangrentadas.
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