Arequipa,
setiembre del 2008.
Mientras
leía que la quiebra del Lehman Brothers estaba fuertemente asociada a una
terrible crisis inmobiliaria que estaba golpeando a los Estados Unidos de Norteamérica, y con lo cual, los mantendrían ocupados por algunos años; a miles de kilómetros de ahí, en Sudamérica, fueron
apareciendo regímenes con una distinta línea política a la
de Washington, uno de ellos fue Brasil.
Fue
durante el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva que ese país, en el ámbito internacional, se
mostró como una verdadera potencia mundial. La firma de convenios con Irán, sus
estrechas relaciones con los países que integran el BRICS, le creó una sorprendente
imagen de autonomía.
Fortaleza,
prosperidad y millones de nuevos pobladores engrosando la clase media, fueron razones para considerar al Brasil como un real
hegemón emergente; inclusive hasta se hablaba de la aparición de
una desconocida arrogancia carioca.
Era
para no creerlo, era un sueño utópico hecho realidad. Una potencia mundial nacida
en estas regiones tropicales casi siempre caracterizadas por ser bárbaras, caóticas
y perezosas.
La
novela mediocre por fin iba tomando un
rumbo de final feliz.
Pero
era mucho pedir para la realidad sudaca.
Finales
del 2016.
El
presidente Barack Obama anunciaba que la crisis norteamericana había finalizado, coincidentemente, alrededor de aquel titular,
las noticias e imágenes sobre una serie de protestas del tipo Maidán se habían propagado por Río, Sao Paulo, Recife, Porto Alegre, Manaos,
opacando lo que debería ser el prestigio global que significaba organizar el Mundial de fútbol y las Olimpiadas.
El costo de vida y los precios se dispararon y el desempleo cundió por todas
partes. Y como si esto no fuera suficiente,
cae sobre su territorio la siguiente plaga, el llamado virus de zica.
De
pronto los brasileños olvidaron que son una potencia en crecimiento, de pronto
olvidaron que lo estaban logrando por sus propios medios, de pronto los
brasileños estaban seguros que vivían en el peor país del mundo.
Y
para coronar esa lista de penosos sucesos, desde los EEUU eclosiona el escándalo de Odebrecht, la principal
trasnacional carioca y, junto a ella se sienta en el banquillo de los acusados toda esa ilusión frustrada.
La
california brasileña no se concretó y la carretera transoceánica fue un fiasco.
Arequipa,
8 de noviembre del 2018.
Mientras
ojeaba el diario El Pueblo convertido
por su actual director en un pasquín racista, casi nazi y enemigo del sentir mayoritario
de los arequipeños, con grandes letras me entero sobre el triunfo de Jair Bolsonaro
en las últimas elecciones brasileñas.
Un
pueblo desmoralizado, después de recibir tantos golpes, como en su momento, también estuvieron los alemanes cuando votaron por Hitler, o los
peruanos cuando eligieron a Fujimori.
Esas
poblaciones padecen de los mismos síntomas. Desesperados y hartos de su clase política y
de un sistema democrático vulnerado y criticado eligen a este tipo de personajes:
caudillos ágrafos, violentos líderes negativos, con un discurso basura pero que
encandila a los oídos desesperados, y una vez en el poder no necesitamos tener un oráculo
para saber lo que harán.
Destacados
alumnos de esa escuela fueron Videla y Galtieri que destruyeron a la Argentina,
ahora sigue Brasil.
Echar
abajo al país que gobiernan es su principal objetivo. No lo digo yo, lo dice la historia. Y en el Perú este tipo de
tragicomedias aún no se ha terminado de escribir,
porque por ahí están cebando a Antauro Humala.
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