domingo, 11 de noviembre de 2018

El gigante parapléjico



Arequipa, setiembre del 2008.
Mientras leía que la quiebra del Lehman Brothers estaba fuertemente asociada a una terrible crisis inmobiliaria que estaba golpeando a los Estados Unidos de Norteamérica, y con  lo cual, los mantendrían ocupados por algunos años;  a miles de kilómetros de ahí, en Sudamérica, fueron  apareciendo  regímenes con una distinta línea política a la de Washington, uno de ellos fue Brasil.
Fue durante el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva que  ese país, en el ámbito internacional, se mostró como una verdadera potencia mundial. La firma de convenios con Irán, sus estrechas relaciones con los países que integran el BRICS, le creó una sorprendente imagen de autonomía.
Fortaleza, prosperidad y millones de nuevos pobladores engrosando la clase media, fueron  razones para considerar al Brasil como un real  hegemón emergente;  inclusive hasta se hablaba de la aparición de una desconocida arrogancia carioca.
Era para no creerlo, era un sueño utópico hecho realidad. Una potencia mundial nacida en estas regiones tropicales casi siempre caracterizadas por ser bárbaras, caóticas y perezosas.
La novela mediocre  por fin iba tomando un rumbo de final feliz.
Pero era mucho pedir para la realidad sudaca.
Finales del 2016.
El presidente Barack Obama anunciaba que la crisis norteamericana había finalizado,  coincidentemente, alrededor de aquel titular, las noticias e imágenes  sobre una  serie de protestas del tipo Maidán  se habían propagado por  Río, Sao Paulo, Recife, Porto Alegre, Manaos, opacando lo que debería ser el prestigio global que significaba   organizar el Mundial de fútbol y las Olimpiadas. El costo de vida y los precios se dispararon y el desempleo cundió por todas partes.  Y como si esto no fuera suficiente, cae sobre su territorio la siguiente plaga, el llamado virus de zica.
De pronto los brasileños olvidaron que son una potencia en crecimiento, de pronto olvidaron que lo estaban logrando por sus propios medios, de pronto los brasileños estaban seguros que vivían en el peor país del mundo.
Y para coronar esa lista de  penosos sucesos, desde los EEUU eclosiona el escándalo de Odebrecht, la principal trasnacional carioca y, junto a ella se sienta en el banquillo de los acusados toda esa ilusión frustrada.
La california brasileña no se concretó y la carretera transoceánica fue un fiasco.
Arequipa, 8 de noviembre  del 2018.  
Mientras ojeaba  el diario El Pueblo convertido por su actual director en un pasquín racista, casi nazi y enemigo del sentir mayoritario de los arequipeños, con grandes letras me entero sobre el triunfo de Jair Bolsonaro en las últimas elecciones brasileñas.
Un pueblo desmoralizado, después de recibir tantos golpes,  como en su momento, también estuvieron  los alemanes cuando votaron por Hitler, o los peruanos cuando eligieron a Fujimori.
Esas poblaciones padecen de los mismos síntomas.  Desesperados y hartos de su clase política y de un sistema democrático vulnerado y criticado eligen a este tipo de personajes: caudillos ágrafos, violentos líderes negativos, con un discurso basura pero que encandila  a  los oídos desesperados,  y una vez en el poder no necesitamos tener un oráculo para saber lo que harán.  
Destacados alumnos de esa escuela fueron Videla y Galtieri que destruyeron a la Argentina, ahora sigue Brasil.
Echar abajo al país que gobiernan es su principal objetivo. No lo digo yo,  lo dice la historia. Y en el Perú este tipo de tragicomedias  aún no se ha terminado de escribir, porque por ahí  están cebando a  Antauro Humala.

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