Parcializado, el conductor del noticiero de RPP Armando Canchaya que algunas veces hace de acólito del Cardenal Cipriani, intentaba con todos los medios posibles inculparle al director nacional de la Organización Perú- anti taurino por los desórdenes producidos en los alrededores de la Plaza de Acho. En vano resultaron sus patrañas porque hagan lo que hagan estos conocidos conservadores y fanáticos del oscurantismo nunca podrán ocultar lo deplorable que se ven estas corridas de toros en su oprobiosa catedral la Plaza de Acho.
En ese templo sangriento
se incuba una costumbre que la gran mayoría de connacionales no comparte.
Una infausta tradición foránea que corrompe al peruano con una primitiva
violencia sobreviviente de esos extraños matatoros que se
han congelado en el tiempo desde las épocas de Felipe V cuando se aseaba
un par de veces al año y sus siervos convivían con ratas que
saltaban de las cloacas que discurrían frente a sus viviendas. Fueron
esas pestes y actitudes que dieron origen a este rito sádico conocido como las
Corridas de toros.
Es triste conocer el
tipo de ser humano que asiste a este matadero que lleva el nombre Plaza de Acho.
Esa “gentita” junto a sus “barras
bravas” abarrotan sus antiguas graderías de un recinto construido
para que este tipo de público goce de un show en el que un animal
dopado soportará un prolongado martirio.
La plaza de Acho
es la mejor escuela para que los más jóvenes asistentes, al ver semejante espectáculo, aprendan didácticamente cómo aprovecharse del débil
y hacer de la cobarde trampa en el futuro cercano uno de sus más seguros métodos
de dirección dentro de una familia una empresa y hasta de un país entero. Todas
estas enseñanzas estarán bien ilustradas con cada clavada de los arpones
del banderillero en el lomo lacerado del astado. Mejor formador de
personas violentas no habrá.
Futuros luchadores del puñete furtivo de ese que te ataca cobardemente escondiéndose dentro del grupo.
También están aquellos inocentes
espectadores obligados como esos niños poco viriles que son llevados a rastras
por sus brutales progenitores con el fin de intentar quitarles esos
ademanes viendo semejante matanza y los enormes charcos de sangre.
Igualmente asisten a esta
plaza genealogías exclusivas muchas ágrafas y de mal gusto que
siguen relegando de sus existencias a nuestra milenaria y
autóctona peruanidad, en su lugar adoran una anacrónica hispanidad
que como bien lo dijo Pérez
Reverte: “deja mucho que desear”.
También es evidente la
influencia política y económica de los que organizan estas grotescas
diversiones, ostentan tal poder, que reprimen con total
libertad a todo aquel anti taurino que ose acercarse a ese sucio matadero para reclamar
el fin de esa tortura bárbara. Sus tentáculos de estos potentados aficionados intentaron ensombrecer hace dos
días una marcha pacífica con sus infiltrados jugando a una torpe operación
de falsa bandera. Pero en esta
época no existe poder y escusas suficientes ni
represión y censura que pueda acallar el clamor de un pueblo peruano
cansado de ver tanta sangre, porque la violencia desatada
durante las sombrías épocas del Conflicto Interno los agotaron. Las pupilas de nuestros compatriotas se saturaron con las imágenes de esas más de cien mil
víctimas junto a los sobrevivientes llevando en los brazos a sus familiares
ensangrentados entre los escombros de Tarata. Les bastaron las
numerosas fosas comunes atestadas de osamentas de niños y
mujeres y los cientos de cadáveres de campesinos y sus infantes hijos apilados que recordaban
al terrible holocausto judío durante la Segunda Guerra Mundial.
Ha sido suficiente para este pueblo peruano toda esta brutalidad
como para no quedarse con los brazos cruzados y exigir firmemente que acabe de
una vez toda esta continua apología a la
violencia que se hace impunemente desde este templo de la tortura conocido con
el nombre de Plaza de Acho.